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Una de las tantas mujeres que fui creyó alguna vez que la vida no tenía sentido. Que el dolor era demasiado enorme para este delgado cuerpo, así recuerdo habérselo expresado a Dios entre lágrimas, “mi cuerpo es demasiado flaco para soportar un dolor tan gordo…” le dije una noche mientras le rogaba no despertar a la mañana siguiente.


Y es que el victimismo es un laberinto de espejos engañosos y luces que no permiten ver nada más allá. Una vez que estamos allí es difícil salir, querer salir, como toda adicción genera dolor pero nos endulza los oídos con algún “beneficio”. En ese rincón que nuestro ego siente como seguro tenemos mil pretextos para no avanzar, para no soñar, para no accionar.


¿Cómo es que caemos en un lugar tan poco beneficioso para nuestra evolución?


Generalmente sucede algo que irrumpe en nuestras vidas y nos rompe el pecho, lo parte. Un evento cualquiera de esos que nadie quiere ni imaginar, esos que cuando pasan por nuestra mente nos hacen decir automáticamente “cancelo, cancelo, cancelo…” pero ya sabemos que el Universo no entiende de “cancelos” y solo recibe nuestra vibración, nuestro foco de atención.


La pérdida física de un ser amado, un diagnóstico grave, la ruina económica, el derrumbe de una relación de pareja, un despido laboral, un accidente con el auto, la traición de un amigo, en fin… eso que la gente llama “tragedias”. Todos hemos pasado o pasaremos por alguno de estos de eventos, aunque nos neguemos, son parte de la vida, son pequeñas muertes y la muerte es parte de la vida. No aceptar la muerte, escaparle a la muerte, ha sido y sigue siendo una traba importante para el crecimiento espiritual y la sintonización del bienestar. Si no comprendemos desde el corazón que la muerte es parte de esta experiencia de vida entonces jamás podremos estar en bienestar aquí y ahora.


Pero a lo que vamos. Sucedió en algún momento de la vida un evento traumático y causó mucho dolor. Nadie puede negarlo, el dolor se siente y se vive porque es inevitable, negarlo no sería sano. Lo que se abre cuánticamente en el momento en el cual una persona está viviendo alguno de estos eventos es una bifurcación, como cuando vamos por la carretera y el camino nos da posibilidad de girar a la izquierda o a la derecha, no hay más que dos opciones y hay que decidir. Bien, en la vida es igual, frente a un evento doloroso se abren dos opciones:


1- Aceptar el dolor y hacer el duelo. Buscar y asimilar la lección que el evento trae para mi crecimiento interno y encontrar la oportunidad en la crisis.


2- Negar el dolor, luchar contra él, no comprender ninguna lección, no percibir ninguna oportunidad y apegarse al evento traumático activando el sentimiento de sufrir. Entramos en sufrimiento y esto hace que día a día ese evento que solo vivimos una vez se repita constantemente y por lo tanto lo revivamos con la consecuencia vibracional que eso trae: PÉSIMA. Y ahí vamos construyendo ese carrusel del sufrimiento que girará a una velocidad cada vez más desquiciada donde el ego tendrá el control absoluto y la vida se tornará un camino de supervivencia.


Lamentablemente la mayoría de las personas en este mundo escogen la opción 2 y es porque la mayoría de las personas en este mundo están DURMIENDO el sueño de la dualidad.


Hace ya más de veinte años yo estaba en las mismas tierras mexicanas que esta noche y sin embargo es como si nunca hubiera venido. Es que era otra, una joven que no entendía quién en esencia era, no reconocía un Origen y se negaba al presente. Para esa chica que fui la vida estaba en el futuro y había que correr y apurarse, acumular y prepararse para una guerra, un mundo hostil, de competencia. La dualidad era lo natural. Tenía un manual del orto (o de la chingada) atravesado en el corazón, como un marcapasos del horror. No soñaba, ansiaba. No proyectaba, ambicionaba. No vivía, sobrevivía. Y así, de tanto negar el fluir sabio de la vida, de tanto especular, de tanto desafiar toda ley universal fue como me estrellé contra una pared dura, la vida me dio un golpazo. “O morís o despertás.”


Yo dormí ese sueño por años. Lo peor en mi caso es que siempre supe que había “algo más” pero luchaba contra ese saber, lo cual me generaba aún más sufrimiento. Esa chica joven que fui alguna vez de verdad quería sufrir, ni hablar de tomar responsabilidad, nada de eso, la vida era injusta. Así me sentía. Por eso, por haber caminado, como yo le llamo, esos fuegos, es que pude luego afinar la empatía para acompañar a otros a despertar.


Si en aquellos momentos tan difíciles alguien me hubiera dicho que iba a volver a entusiasmarme con algo, a apasionarme, a disfrutar, a volver a armar una maleta, a mirar de cara al sol, a mojar los pies en agua de mar, a abrazar con amor, a confiar en otros… no lo hubiera creído, en absoluto.


Ayer abracé por primera vez a una persona que me hizo volver a confiar, que me enseñó la amistad más allá de la distancia, que me animó a abrirme a más y más personas para cumplir con mi misión. Volé horas para llegar hasta aquí. Esta mañana teníamos que iniciar un curso online que me tenía muy contenta pero el servicio de internet de este paradisíaco lugar en el cual nos alojamos dejó de funcionar, literal murió. A la hora pactada, ya comenzando la sesión con el grupo de amorosas personas que se habían apuntado, nos quedamos sin wifi, ni datos, ni teléfono, ni fax, ni paloma mensajera. NADA. Karla trató, con su ritmo ejecutivo impecable, de movernos incluso al medio de la calle y yo me paralicé, mi canal se cerró y me quedé como bloqueada. La inspiración se voló por las ventanas y me sentí vacía y con una tristeza profunda que me atravesó pocos minutos pero de forma muy tajante. Tuvimos que avisar a todos que íbamos a reprogramar el comienzo del curso y quedé agotada, sentía que un tren me había pasado por encima, ¿por qué? pensaba yo, si sé perfectamente que cuando algo no se da es porque no debía darse….


Me desmayé un largo rato en un sueño pesado, me levanté y me miré al espejo. Mi cara estaba demacrada, era un fantasma. Traté de relajarme, respirar, hacer mantras y detectar qué emociones me atravesaban…. Ansiedad era la más fuerte. ANSIEDAD. Me duché y dejé que el agua caliente me limpiara el alma como si fuera una nana amable. Me serví una copa de Malbec que traje de mi país y me senté en el balcón, a contemplar como el viento hacía bailar las palmeras, a recibir respuestas en el silencio de la noche de Akumal.


“Volé horas para llegar hasta acá…” sentí que me decía a mí misma. Y allí comprendí todo.

No fueron las horas de este plano las que volé, nunca me agotaron los aviones. Las horas que volé fueron años. Al llegar a esta tierra nuevamente, esa María joven y dormida que fui vino a recibirme también, esa energía que fui estaba detenida aquí y ahora nos fusionamos devuelta y es ahora que yo la perdono porque no sabía lo que hacía, me perdono. Ahora, yo que soy mi propia adulta, comprendo y perdono a esa joven que fui y en este instante la libero. Juntas transmutamos dolor que ahí había quedado.


Sentí emoción, lloré y me reí. A finales de agosto, aún estaba en una isla hermosa de Brasil cuando se me puso entre ceja y ceja la idea fija de viajar a México. “No pasa de este año, tengo que ir a México y va a ser en este 2019. Abracadabra, hecho está.” Y así debía ser, ese impulso por inspiración fue sabio y por eso jamás dudo ante esa clase de impulsos. Fueron horas, muchas horas hasta volver a esta tierra para transmutar. 


Hace un rato bajaba fotos de mi celular y me vi de espaldas despachando maletas en el counter de Aeroméxico. Veinte años más vieja, sí. Pero como veinte años más despierta. 


Perdonen a esa persona que fueron en el pasado y se equivocó porque no supo o no pudo hacerlo de otra forma. No se tienten a quedarse a vivir en el rincón del victimismo. Si hoy están respirando es porque aún tienen mucho por vivir y una misión que cumplir. No teman y recuerden que la vida es sabia, su fluir es divino y el Universo siempre nos dará una nueva oportunidad para despachar maletas.


En estos días de nostalgia quise compartir con ustedes este escrito del año 2019.


(María Van)

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